El Adicto y la Embajadora
Esa noche decidí quedarme a dormir en el portal de
la casa de la embajadora, habían pasado mas de diez años desde que ya no vivía
en la casa de al lado con mis padres y seguro ya no era embajadora pero así es
como yo la conocí de pequeño y siempre la recordé de esa manera. Ella sería mi
despertador cuando buscara la leche por la mañana en la puerta de su casa,
espero que me reconozca antes de pegar un grito y despertar a todo el barrio.
De cualquier forma, como despertador, funcionaría.
Eran días amargos, y no lo digo solo por el sabor de
la ginebra barata que me acompañaba a todos lados y a todas horas sino porque
mi vida se encontraba en una calle sin líneas, no habían limites ni puntos de
referencia y además no aparecía por ningún lado el letrero de vuelta en U. Debí
haberle hecho caso a los comerciales que repetían que no hay que manejar
borracho, mucho menos por las calles de mis días, llenas de huecos, curvas
repentinas y tan abandonadas como aquellas carreteras que cruzan los desiertos
sin fin.
Mi único consuelo, la única compañera de mis
travesías por el mundo era la frase que me dijo algún día uno de esos pocos que
quisieron quedarse a mi lado cuando se cruzaban conmigo. Recuerdo esa tarde
como si fuese ayer.
Caminando algo borracho, como siempre, por la calle
de alguna ciudad de este enorme mundo un señor desconocido me detuvo y me
preguntó si lo extrañaba, claramente me pareció muy raro que me hiciera esa
pregunta, aunque no era para nada mas extraño que muchas de las cosas que solía
hacer por aquellos días. La cosa es que como tenía tanto tiempo sin sentarme a
hablar con alguien y mucho mas tiempo aun sin extrañar a alguien le respondí
que si lo extrañaba, con todo el sentimiento de quien extraña a un amigo de la
infancia o una botella de vino luego de días de sobriedad, y lo invité a
tomarse unos tragos.
Nos sentamos en las cómodas bancas de madera del
malecón, donde el sonido de las olas del mar reventando contra la muralla y la
brisa salada me relajaban. Saqué mi botella de gin y nos serví a ambos medio
vaso con un toque de gaseosa de limón. El tipo era un romántico con el corazón
roto, a sus cuarenta y cuatro años no había podido superar un amor de sus inmaduros
treintas, me dijo que había estado embrujado por el amor de ella durante 10
años, aunque él pensaba, y tenia su teoría de que quizá habían sido 3 o 4 y el
resto creación y fantasía de su hipocondriaco corazón. Por lo que me contaba su
vida no parecía tan descarrilada como la mía, tenía una casa, carro, dos hijos
y un perro cariñoso pero me decía que nada lograba devolverle el sabor a sus días. Fue entonces que, palabra
a palabra, con lentitud y una contagiosa tristeza, con la mirada clavada en el
fondo de su vaso pronunció la frase que mas de siete años después aún conservo
fresca en mi memoria. “Mas duele el sinsabor de los días dulces que el amargo
sabor de los días mas amargos.”.
Quién sabe cuanto dolor tuvo que soportar él para
llegar a esa conclusión, tanto dolor que al final su cuerpo se volvió inmune a
las texturas de la vida y se torno totalmente insensible a ellas, haciéndole
imposible diferenciar la felicidad de la tristeza. Comprendí lo que me quiso
decir desde el momento en que compartió conmigo su frase pero por suerte no por
experiencia propia. En estos días difíciles de mi vida mi consuelo es que aún
puedo sentir la deliciosa amargura de los días tan claramente como puedo
saborear mi trago favorito, y aunque disfruto un poco de mi adicción a lo
amargo tengo que aceptar que a veces extraño lo dulce y tranquilo; el suave
sabor de una caricia, la tierna voz de un beso, el cálido mensaje de las palabras
de afecto. Esas cosas las cambié por miles de botellas de ginebra.
La embajadora. Mi vecina favorita. Como me quería
esa señora. No parecía querer a nadie más que a mí. Detestaba a su perro, o más
bien al perro de su esposo. A su esposo lo quería un poco mas que a su perro
pero menos que a su jardín y hasta con su jardín se molestaba cuando las flores
no crecían como ella quería. Recuerdo la primera vez que hablé con ella más
allá del buenos días obligado por mi madre cuando la veía alguna mañana. Fue a
los ocho años, cuando toqué la puerta de su casa para decirle que el delicioso olor
de sus galletas horneándose llegaba hasta mi ventana y le pregunte si me
dejaría probarlas.
Me dejó pasar a su casa y me sentó en su lujosa sala
a esperar a que estuviesen listas las galletas. No recuerdo exactamente de que
hablamos pero la puedo ver tomándose un té con sus guantes blancos y su peinado
extravagante. Me acuerdo que me dijo algo acerca de la música, que nunca debía
dejar de oír la música de mi interior o algo así. Debió haber sido porque le
dije lo increíble que era la colección de discos de vinilo que tenia cubriendo
una pared completa de su sala, aún recuerdo esa pared maravillosa. A los 18
años, poco antes de mudarme de la casa de mis papás, ella me hablaba de los
sueños y me insistía en que si hay algo que resuena adentro mio y su eco es
infinito es porque hay una voz que sigue gritando, una voz que quiere, o mas
bien que necesita que la escuchen.
Por la mañana quien me despertó fue el perro de la
casa, no pensé que siguiera vivo. Para mi mala suerte si lo estaba, pero a
juzgar por su aliento no por mucho tiempo. Al parecer salió al oír al
repartidor de la leche y al encontrarse conmigo en la puerta no encontró nada
más divertido que hacer que ponerse a lamerme la cara. Me tuve que aguantar ese
olor que no voy ni a describir hasta que la embajadora apareció algunos minutos
después.
Apenas me vio me reconoció. “Parece que Marco ya te
dio la bienvenida, seguro querrás lavarte la cara, no quiero saber que ha
estado lamiendo ese perro. ¡¿Pasaste la noche afuera de mi casa?!”. Después de
lavarme la cara nos sentamos en su sala, me ofreció unas tostadas con
mantequilla y mermelada y un vaso de leche que yo con mucho gusto acepté. Se
rió lo mas cariñosamente que pudo de mis harapos y al ver mi mochila militar me
dijo con un tono algo burlón que no estaba enterada de ninguna guerra en el
mundo. Le conté que luego de dejar la Universidad me dediqué a pasear por el
mundo sin ningún trabajo fijo y que cuando llegué a la ciudad lo primero que
había pensado era en pasar a saludarla.
No pude evitar desahogarme con ella como un niñito.
Le conté de mi falta de dirección, de mi amor por la botella, de mis noches
bajo puentes y en parques oscuros. Se sintió tan bien poder hablar sinceramente
con alguien que no me juzgaba ni se reía de mi.
– Sabes – me dijo – detrás de esta linda casa y mi duradera
relación matrimonial hay muchas cosas que no merecen ser mencionadas. Yo tengo
mis propias adicciones invisibles a todo el mundo. Soy adicta a pensar en el
pasado, adicta a mi matrimonio fracasado. También soy adicta a una que otra
pastilla. ¿Sabes cual es la diferencia entre tú y yo? Que tu eres honesto,
tienes tu adicción a la vista de todos, muestras abiertamente que hay algo que
no quieres enfrentar pero no te da miedo decir que está ahí, yo, en cambio,
llevo una falsa piel sobre mi adicción. Las apariencias ocultan todas mis
verdades. Cuando estoy sola comienzo a sentir todas estas verdades
observándome, hablándome, me rodean y me aterro. Es por esto que me mantengo
tan ocupada de 7 a 7, reuniones sociales, los quehaceres de la casa, me invento
excusas para ir al super, a la tienda de muebles, varias horas en el salón de
belleza varias veces a la semana. Todos los días me ahogo un poco mas entre
todas estas cosas insignificantes.
No quiero que te sientas orgulloso de ser un
alcohólico, lo que te digo es que nunca ignores esa voz interior, nunca te
engañes y te olvides de quien realmente eres. Esa voz, ese dolor, esa amargura,
todo eso es tu única verdadera guía, están ahí por una razón muy importante.
Eres un chico joven e inteligente y sé que entenderás lo que te estoy diciendo.
Dale gracias a Dios o en quien tu creas que esta allá arriba que todavía
sientes algo, es síntoma de que estas mas vivo que nunca y que quieres mejorar,
que puedes mejorar.
Antes de irme de su casa me regaló un montón de
galletas iguales a las que preparaba cuando yo era pequeño. Me dijo que si me
aburría de la amargura me comiera una galleta, y que solo cuando mi vida y las
galletas tuvieran el mismo sabor habría logrado complacer a mi voz interior y
ser una persona, no dos, ni tres, ni cuatro personas distintas escondiéndose una de
otra.
Me fui con el corazón contento. Mi mochila siendo
una clara metáfora de mi vida, una botella de amarga ginebra y una bolsa de
dulces galletas, así me sentía en ese momento. Mi misión era clara, y mi norte,
más marcado que nunca.
Me gustó mucho! Enhorabuena. Me gustaría poder a ver adentrado en la historia con unas cuantas alusiones a la geografía urbana.
ResponderEliminarMuchas gracias! como escritor en formación los comentarios de este tipo me son muy positivos! agradezco tu paso por mi blog y ojala regreses, saludos!
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